sábado, 13 de agosto de 2016

 A principios de la década del 80, un joven llegaba a Puerto Padre, venía desde Matanzas. Se había graduado en 1974 de médico, y prestaría servicios como pediatra una década después en el Hospital General Docente Guillermo Domínguez López.
Por entonces, sus hijos pequeños, y la esposa le acompañaban. No pensaba que sería este el lugar donde pasaría la mayor parte de la vida y donde echaría raíces como curador de infantes.
La salud pública local agradece su provechoso andar como subdirector docente en la policlínica Romárico Oro y luego en la dirección municipal, hasta que pasa a ejercer la especialidad en el Hospital Pediátrico Raymundo Castro Morales, donde conjuga humanismo y amor sin límites por la profesión.

Su atributo mayor es la consagración a salvar vidas de niñas y niños. Siente estremecerse cada vez que su paciente sonríe porque está curado. En las salas cuando la evolución no es la esperada él tiembla, se impacienta y con mucha sabiduría colegia el protocolo de actuación con los demás especialistas, quienes le ven como un maestro.

Cuando hurgas en su vida encuentras al amantísimo padre que en 1995 se impuso a la fatalidad y en medio del dolor por la muerte de la esposa tomó las riendas maternales de sus 2 hijos. Así pasaron los días y las noches, los meses y los años. Ahora que son adultos agradecen su exigencia, la educación  y los valores inculcados.

Experiencia y entrega se conjugan en la fecunda trayectoria de este pediatra, a quien Puerto Padre le tiene como hijo adoptivo, y es que la mayor parte de su vida personal y profesional están aquí, donde la gente sencilla le agradece  mucho.

Da afecto, a quienes le procuran  sin otro interés que el de recibir cariño y respeto. El tiempo asienta huellas en su caminar, mas, sigue siendo él un hombre entregado al oficio de sanador, por eso tiene el reconocimiento del pueblo.

Oscar Estévez Cueto, Oscarito, es de esas personas cuya nobleza trasciende para hacerlo imprescindible entre los buenos.

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